Sin mérito alguno por
mi parte me has elegido”
En el 50º Aniversario
de mi Ordenación sacerdotal
Queridos diocesanos:
El día 30 de
junio de 2018 se cumplen cincuenta años de mi ordenación como presbítero, que
tuvo lugar en la iglesia del Seminario de Zamora por el mismo obispo que me
había confirmado siendo yo todavía un niño, Mons. D. Eduardo Martínez González,
de venerada memoria. Esa respetable y significativa cifra invita a celebrar
como “Bodas de Oro”, según la expresión en uso, lo que es realmente un
verdadero “jubileo” en línea con lo que esta celebración ha representado en la
tradición bíblica y en la historia de la Iglesia. El “jubileo” fue considerado
siempre como un “tiempo favorable” de gracia y de salvación (cf. Lc 4,19.21),
orientado a proclamar gozosamente la bondad
y la misericordia divinas. En este sentido la celebración de 25, 50 o 60
años de ministerio sacerdotal se convierte en un verdadero “memorial” de los
bienes otorgados por Dios, agradeciendo su continuada y generosa presencia en
nuestra vida. De hecho los jubileos han contribuido siempre a despertar la
memoria personal y colectiva de los beneficios recibidos y han estimulado la
necesidad de una profunda acción de gracias sin olvidar la súplica por los
fallos humanos y la esperanza en el futuro.
No es para
menos, porque el sacerdocio como don y como ministerio pastoral tiene su origen
en el sacramento del Orden, y es siempre una gracia inmerecida a la que
precedió una elección del Señor considerada como una “vocación” personal a seguirle
en el ministerio sacerdotal o en otra misión, a semejanza de las llamadas que
se narran en los evangelios (cf. Mt 8,22; 9,9; 10,1; etc.). Gracia y vocación,
llamada y seguimiento, cada uno de los que nos hemos sentido convocados un día
debe ser consciente de la merced de que ha sido objeto.
El gran san
Agustín, obispo y doctor de la Iglesia, lo manifestó de este modo: “Desde que
se me impuso sobre los hombros esta
carga de tanta responsabilidad, me
preocupa la cuestión del honor que ella implica. Lo más temible en este cargo
es el peligro de complacernos más en su aspecto honorífico que en la utilidad
que reporta a vuestra salvación.
Mas, si por un lado me aterroriza
lo que soy para vosotros, por otro me consuela lo que soy con vosotros. Soy obispo
para vosotros, soy cristiano con vosotros. La condición de obispo connota una
obligación, la de cristiano un don; la primera comporta un peligro, la segunda
una salvación” (Serm. 340,1).
“El sacerdocio como don y como
ministerio pastoral tiene su origen en el sacramento del Orden, y es siempre
una gracia inmerecida a la que precedió una elección del Señor considerada como
una ‘vocación’ personal a seguirle”
Esta reflexión
me recuerda también las palabras del Señor pronunciadas en el contexto de una
exhortación a la vigilancia: “Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al
que mucho se le confió, más aún se le pedirá” (Lc 12,48b-49). Por todo esto me
he decidido a escribir esta breve carta pastoral. Deseo compartir con vosotros,
mis diocesanos, y especialmente con los presbíteros y diáconos, tanto la acción
de gracias por haber alcanzado esa respetable cifra en el ejercicio del
ministerio como la súplica por los fallos habidos, pidiéndoos que me acompañéis
también en la petición de la fortaleza necesaria para seguir sirviendo a la
Iglesia fiel y generosamente para vuestro progreso espiritual y pastoral. Por
eso he titulado esta carta, escrita como expresión de confianza y de afecto
sincero, con una frase tomada de una oración del Misal Romano que dice así:
Padre santo, que, sin mérito alguno por mi parte, me has elegido para
unirme al sacerdocio eterno de Cristo y para el servicio de tu Iglesia;
concédeme ser un valiente y humilde predicador del Evangelio y ser hallado fiel
dispensador de tus misterios.
† Julián, Obispo de León