Queridos diocesanos:
La cuaresma va avanzando hacia la celebración de los sacramentos pascuales en la noche santa de
la Resurrección del Señor. Estamos
acostumbrados a ver la etapa cuaresmal como si fuera la más decisiva
del año litúrgico, dándole más importancia que al propio tiempo pascual
de manera que tendemos a considerar el “sagrado triduo de Jesucristo
muerto, sepultado y resucitado” no
tanto como la cumbre del año litúrgico sino como la meta y el remate final
del período precedente, la cuaresma.
La realidad es que esa cumbre tiene
una etapa ascendente que acabo de
mencionar, pero también una etapa que prolonga la meta alcanzada.
La simbología de los números en la
Biblia nos ayuda a comprenderlo: el
número cuarenta del que proviene
la propia palabra “cuaresma”, está
ligado a períodos significativos de
purificación como la cuarentena de
días del diluvio (cf. Gn 7,17) y los que
pasó el Señor en el desierto siendo
tentado por el diablo (cf. Mt 4,1-11).
A esta “cuarentena” sigue la “cincuentena pascual”, no tan apreciada
pero tan importante, al menos, porque
celebra la presencia viva y gozosa del
Resucitado que, vivo y glorioso, se
acerca a nosotros en los sacramentos para comunicarnos la fuerza de
su Espíritu Santo. Por eso el tiempo
de Pascua es el propio de la administración de la Confirmación y de las
Primeras Comuniones, celebraciones
en las que se desborda la alegría de
la Iglesia al haber recuperado a su
divino Esposo. Pero volvamos a la
cuaresma. El ritmo y los contenidos
fundamentales de este tiempo se encuentran, ante todo, en el Leccionario
dominical de la palabra de Dios de
cada uno de sus tres ciclos dominicales (A, B y C), en el Leccionario
ferial y en el de la Liturgia de las Horas. En todos los textos se manifiesta
el espíritu cuaresmal como llamada al
cambio de vida, de manera que cuando en alguno de esos días ocurre la
memoria de algún santo, su celebración está sometida a la cuaresma.
“La solemnidad de la
Anunciación del Señor en
el contexto ‘pascual’ de la
cuaresma es una celebración
de gran importancia porque
sin la encarnación del Hijo de
Dios no hubiera sido posible
la redención ni la Iglesia sería
el cuerpo de Cristo, y los
sacramentos serían meras
ceremonias externas carentes
de eficacia santificadora”
Sin embargo, hay dos excepciones. Una es la solemnidad de San
José el 19 de marzo que, además,
es fiesta de precepto entre nosotros;
y otra la solemnidad de la Anunciación del Señor el 25 de marzo, nueve meses antes de la Navidad. Tanto
una como otra representan una singularidad en el conjunto cuaresmal:
reaparece el color blanco de los ornamentos, se canta o recita el Gloria,
puede sonar el órgano incluso fuera
del canto, etc. Por eso quiero referirme al significado de la solemnidad de
la Anunciación del Señor en el contexto “pascual” de la cuaresma.
En efecto, existe un nexo fortísimo
entre la Encarnación del Hijo de Dios
anunciada por el ángel a María y el
Misterio Pascual de la pasión, muerte
y resurrección del Señor. Este acontecimiento no hubiera sido posible si
el Verbo no se hubiese encarnado en
el seno virginal de la nueva Eva. La
humanidad santísima de Jesucristo,
obra del Espíritu Santo, sacrificada y
resucitada en la nueva Pascua, fue y
es, según el designio divino, la mediación necesaria para nuestra salvación.
Pero, como decía san León Magno:
el poder de salvación de la humanidad de nuestro Redentor pasó a los
sacramentos de la Iglesia. De ahí la
gran importancia que tiene el acontecimiento celebrado en la Anunciación:
sin la encarnación del Hijo de Dios no
hubiera sido posible la redención ni
la Iglesia sería el cuerpo de Cristo, y
los sacramentos serían meras ceremonias externas carentes de eficacia
santificadora.
Os deseo a todos una verdadera y
dichosa celebración cuaresmal:
† Julián, Obispo de León